“Nosotros tenemos amigos, pero los norcoreanos están solos”.

Soldados surcoreanos vigilan tras una barricada cerca del río Imjin cerca de la Zona Desmilitarizada en Paju frente a Corea del Norte. 

“Ocurre lo mismo desde hace 50 años. Por eso no estamos asustados. Si se atreven a invadirnos, serán devastados”, sentencia Jung Chan-Moon, un joven oficial de policía surcoreano que vive en Sokcho, a algo más de 50 kilómetros de la frontera con el Norte. Se dispone a viajar a Seúl por unos días sin prestar la mínima atención a las amenazas de un ataque inminente que anuncia la agencia oficial de noticias norcoreana. “Se les llena la boca con su poderío nuclear, son como gánsteres que ahora multiplican sus amenazas porque hay un nuevo Gobierno [la presidenta Park Geun Hye tomó posesión del cargo el pasado febrero] y están tanteando. Buscan el apoyo explícito de Rusia y de China y mejores tratos comerciales. Pero es lo de siempre. Se ve mucho peor desde fuera”. Este policía desborda confianza en los “poderosos” aliados de su país y menosprecia la arrogante soledad de sus vecinos del Norte. Una actitud que predomina entre los surcoreanos. La ciudad portuaria de Sokcho se alza sobre las faldas de una cadena montañosa que recorre toda la orilla de la península coreana bañada por el mar de Japón. 

A la formación rocosa la corta en dos la zona desmilitarizada que separa a los dos países y que pocos surcoreanos desean traspasar. Sokcho formaba parte de Corea del Norte hasta el fin de la guerra coreana de mediados de siglo pasado, cuando se trazó la frontera actual. En las sinuosas carreteras que se internan en estas montañas, convoyes de camiones a rebosar de militares surcoreanos armados son adelantados por patrullas de autobuses cargados de escolares adolescentes que van de excursión al cercano parque nacional de Seoraksan. Comienza la primavera, época en que son habituales los viajes de estudios y las maniobras militares conjuntas con Estados Unidos. Shi Won es una de las profesoras a cargo de un grupo de quinceañeros. “Sinceramente, yo estoy algo asustada”, reconoce Shi Won. “Para mí está claro que están tensando la cuerda porque acaba de ser elegido un nuevo Gobierno y una nueva presidenta, la primera mujer de la historia en el poder, y sienten que tienen más capacidad de provocar miedo”. Esta profesora de instituto está pendiente de las noticias que encabezan los informativos, pero a la hora de plantearse la posibilidad de que ataquen Corea del Sur se muestra tajante: “Pueden amenazar todo lo que quieran, pero no se atreven, ¡cómo se iban a atrever! Nosotros tenemos amigos. Estadounidenses, europeos, japoneses… y ellos están solos. Desde luego, si atacasen a los ciudadanos no nos cogería por sorpresa”. 

Shi Won nunca ha ido a Corea del Norte, ni piensa hacerlo: “Tendrá lugares extraordinarios, pero allí hay mucha pobreza. Los niños se mueren de hambre y Kim Jong Un parece pensar más en afianzar su poder con armas nucleares y en financiar a su ejército que en su gente”. La despreocupación y la indiferencia es la tónica reinante entre los jóvenes. Como un recepcionista de la capital, que, señalando la Torre de Seúl, que se pierde entre los descomunales edificios, bromea: “Si les da por lanzarnos cohetes, ese es el primer sitio donde van a apuntar porque es un símbolo de nuestra unión como país”. En el mismo hotel trabaja desde hace nueve meses Goran, un serbio que, ante las burlas de su compañero, le recuerda que en Yugoslavia nadie pensaba que iba a declararse una guerra, “hasta que destruyeron Belgrado”. Las personas mayores se muestran tranquilas y piensan que a lo sumo puede darse un conflicto como el de la isla de Yeonpyeong en 2010 o algún ataque como el del buque Cheonan, un año antes. Pero la perspectiva de una guerra es remota.

Fuente: http://internacional.elpais.com/ 

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